La milenaria Ácoma es famosa por su romántica evocación de un pasado en el que las comunidades del suroeste norteamericano construían sus pequeños núcleos urbanos en la cima de las rojizas mesetas que caracterizan la zona.
“El lugar preparado”
La primera vez que oí hablar de Ácoma fue durante una estancia en Santa Fe, en Nuevo México, cuando al caminar por su hermosa plaza colonial de estilo español, una pieza de cerámica blanca con motivos anaranjados llamó mi atención. El hermoso y fino trabajo -que en esos momentos mi ignorancia consideró navajo- fue un magneto lo suficientemente fuerte para que me acercara al aparador y la observara con mayor detenimiento. Confieso que la proximidad en vez de decepcionarme confirmó mi primera impresión, al tiempo que sumó una nueva sorpresa cuando alcance a leer en una etiqueta que colgaba de la vasija una cifra que superaba los mil dólares.
Intrigado por la suma decidí entrar al establecimiento, y tan pronto traspasé la puerta y unas campanillas anunciaron mi llegada, una mujer con segura ascendencia india salió a recibirme preguntándome si necesitaba ayuda. Al comentarle que me interesaba su cerámica, solícitamente tomó la vasija que había visto y me la ofreció. Mientras mi vista se deleitaba con los extraños pero exquisitos diseños, me comentó -con orgullo- que provenían de Ácoma. Al ver que ese nombre no me causaba ninguna impresión, me dijo lo que ya sabía, “la pieza es hermosa, fue hecha en Ácoma y el nombre del artesano se lee en la parte inferior”. Si bien es cierto que la calidad de la pieza y la originalidad de los diseños eran indiscutibles, seguía considerando excesivos los mil quinientos dólares que la etiqueta reclamaba por el objeto.
No sé si leyó mis pensamientos o fue un intento más por convencerme, pero nuevamente me aseguró que entre mis manos tenía cerámica proveniente de Sky City, un nombre que terminó por despertar mi curiosidad. Al cuestionarla sobre el lugar, me comentó que la palabra Ácoma proviene del vocablo keres Haak’u que significa “el lugar preparado” y que hace referencia a una antigua leyenda que afirma que los dioses reservaron este lugar especial al pueblo Ácoma. Debido a que encontré muy interesante su explicación, le pregunté cuál era la mejor forma para llegar al poblado. En un mapa que sacó debajo del mostrador, señaló con un marcador amarillo las carreteras que había que recorrer para llegar a este curioso punto de la geografía neomexicana.
Ácoma, ciudad de adobe
Muy de mañana y bajo un cielo azul invernal que parecía recién lavado y desinfectado, me dirigí a esta población. A través de una carretera que corría por hermosos paisajes bermellones, rápidamente cubrí los 200 kilómetros que separan el condado de Cíbola -donde se encuentra Ácoma– de Santa Fe. Próximo a llegar, la carretera se transformó en un camino que desembocó en una enorme planicie pedregosa donde mi vista encontró el Sky City Cultural Center, un bello edificio que al haber sido construido con materiales tradicionales como el adobe, la piedra y la madera no desentona con el medio ambiente que lo rodea. Su interior, en el que se aprecian recias vigas de madera, está decorado con motivos geométricos y pintado con los colores arenosos típicos del interior de las casas de Ácoma.
Además el sitio también cuenta con una pequeña librería así como con un patio donde en ciertos días del año, los habitantes del pueblo exponen y comercian objetos artesanales. Por su parte, el Café Yaak’a sirve comida tradicional que queda bien ejemplificada con el jugoso cordero aromatizado que sazonado con especias del desierto y acompañado con pan frito hace las delicias de los visitantes. Este lugar, que ha sido erigido con mucho esfuerzo por parte de los locales, constituye no sólo un pequeño homenaje a la ciudad de Ácoma sino también el preámbulo esencial para adquirir las primeras nociones sobre la historia, tradiciones y costumbres de este lugar.
Después de adquirir la entrada y un permiso para fotografiar, Mary Trujillo la diminuta mujer con brillante cabello negro que sería nuestra guía nos invitó a abordar un pequeño y cómodo autobús que en unos instantes nos depositó en la cúspide de una meseta rocosa de aproximadamente 357 pies de altura (108 metros). Al bajar del autobús fuimos recibidos por una de los mejores panoramas del suroeste norteamericano, donde bajo un esperanzador cielo y frente a un jardín rocoso iluminado con tonos rojizos fuimos presa de una inigualable sensación de libertad. Pero allá arriba el atractivo no está constituido por las visiones de la naturaleza, sino por una pequeña ciudad de adobe de más de mil años de antigüedad que fue avistada por el capitán Hernando de Alvarado hacia 1540, conquistada por Juan de Oñate en 1599 y que hoy en día se conserva como un extraño vestigio urbano que desde su soledad parece resistir los embates del tiempo al tiempo que presume de ser el establecimiento social más antiguo en los Estados Unidos.
Ácoma, pueblo inmarcesible
Debido a la gran influencia española que se experimenta no sólo en Ácoma sino en todo Nuevo México, la visita al pueblo comienza por la humilde pero enorme Misión de San Esteban del Rey. Fundada en 1629, esta iglesia continúa siendo el epicentro de la vida en Ácoma así como un magnífico ejemplo de lo que era la actualidad arquitectónica en esta parte de América durante el siglo XVII. A primera vista la iglesia sorprende, y no por su elaborado trabajo arquitectónico sino por la crudeza que se desprende de la desnudez y frialdad de sus muros. Construida en su totalidad con barro y adobe, la iglesia comprende un todo compacto que inicia en sus altas torres de adobe de 20 metros de altura y se prolonga delicadamente por una enorme estructura de aproximadamente 50 metros de largo que a inicios del siglo XX era considerada como uno de los templos católicos más grandes en los Estados Unidos.
Para apreciar de mejor manera la idea anterior basta introducirse al edificio, donde de las inmensas y blancas paredes cuelgan menos de una decena de antiguas pinturas religiosas que por sus pequeñas dimensiones engrandecen el tamaño del lugar. “La ausencia de bancas y asientos se debe a que el templo es más bien un lugar de fiesta que de oración y en el que cada 2 de septiembre los habitantes de Sky City bailan y comen para celebrar a San Esteban, el patrón del pueblo”, nos informa Mary, un tanto lacónica.
Al salir, un sinfín de cruces blancas de madera enterradas en el suelo nos indican que ahí reposan los que ya se han ido. Es el cementerio de Ácoma, un cuadrángulo de aproximadamente 200 metros por lado rodeado por una barda de roca y adobe sobre la que han sido colocadas en intervalos regulares, una serie de cabezas humanas hechas también con barro, a la que los habitantes del pueblo llaman “la guardia de los soldados”. A pesar de su tosquedad, esos rostros asexuados dotan al cementerio con una extraña solemnidad debido a sus extrañas miradas que parecen dirigirse al infinito.
Conforme seguimos caminando, las calles del pueblo que antes lucían vacías, comienzan a mostrar señales de movimiento y frente a muchas casas han sido colocadas mesas cubiertas con mantas multicolores sobre las que desordenadamente yacen bellos ejemplos tanto de joyería como de la famosa cerámica de Ácoma. Platos, esferas, figuras de animales así como un sinfín de vasijas confirman que la gran herencia artesanal de Ácoma no se ha perdido, al tiempo que conforman una colección de objetos que sin proponérselo abre una inesperada puerta a las leyendas, historias, y anécdotas de la gente de este lugar.
Un solitario álamo
Retomamos nuestro camino y llegamos a la plaza del lugar con su viejo y solitario álamo. Al igual que el resto del poblado, el lugar no presume de pedantería, pero su sencillez lo torna arrogante, como si fuera un desplante detrás del cual se exhibe el orgullo de un pueblo al que la historia y la ignorancia han lastimado pero no derrotado. Por su parte, las hileras de las casas se suceden y mientras algunas ostentan un aplanado de adobe, otras exhiben su núcleo rocoso. Curiosamente todas cuentan con escaleras de madera que yacen inclinadas contra los cuerpos de las casas. Son las reminiscencias que nos indican que antes la entrada a las casas era a través de agujeros en los techos y no por puertas tal y como acostumbramos hoy en día. Caminando lentamente comienzo mi regreso al centro de visitantes. Deseché la idea de regresar en el autobús y preferí tomar un camino empedrado y arenoso al que se le ha dado el nombre -un tanto excesivo- de John Wayne Road, debido a que este actor en algún momento realizó alguna película en este lugar. Me voy con la idea de que a veces, una pequeña ciudad como Ácoma, es suficiente para decirnos que la historia del hombre si no es poética al menos es milagrosa.
Más información: Pueblo of Acoma