A finales del siglo XIX el señor hacendado de Valle de Santiago, Guanajuato, quien era como se acostumbraba, el dueño de la vida y destino de sus trabajadores, mandó analizar el agua de la llamada Hoya del Rincón de Parangueo, una de las siete luminarias. El agua no era fácilmente accesible para el riego y se requería aprovecharla en forma eficiente.
Para ello encomendó al más fiel y responsable de sus servidores tomar una muestra del agua de la Hoya y transportarla a la Ciudad de México para su análisis.
El enviado cumplió con lo solicitado, con la salvedad de que fue coyoteado por el celoso mayordomo, quien veía que el muchacho era cada vez más preferido del hacendado; le mandó un grupo de maleantes que con engaños lo embriagaron. En tal estado, el mensajero perdió la jícara y su valioso contenido. Al darse cuenta, prefirió comprar otra y llenarla con agua de la zona entre Celaya y Querétaro; así prosiguió su camino.
A su regreso, con los resultados positivos en la mano, con remordimiento pero con más temor de ser descubierto, los entregó a su patrón. Ante la vista de éstos el señor hacendado mandó construir un túnel para que sirviera de desfogue a las aguas del cráter y, una vez concluidas las obras, celebró con gran regocijo el venturoso porvenir que le deparaba tan magna edificación, pero cuál sería su sorpresa al percatarse, tan prontamente como el fiel mayordomo se encargó de hacerlo que ¡el agua con el que estaba regando sus sembradíos era salitrosa y no servía para nada!
Lleno de pena, vergüenza y desaliento, el antes cumplido empleado de la hacienda de la Hoya del Rincón de Parangueo sólo pensó en el suicidio y así lo llevó a cabo. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente al final del túnel que por su deslealtad y cobardía se había construido. Cuentan que la sangre que del cuerpo brotó escurrió hasta mezclarse con las aguas del lago que ahora, para enmendar el error, se tiñen de rojo para anunciar y prevenir algún desastre.