La leyenda de la calle de la mujer herrada cuenta que por los años de 1670 a 1680, vivía en la ciudad de México un clérigo; no honestamente como Dios manda, sino con una mala mujer como si fuera su esposa.
No lejos de allí, había una casa en la que habitaba un herrador, gran amigo del clérigo, quien estaba al tanto de aquella mala vida, y en repetidas ocasiones exhortó a su compadre para que abandonase la senda torcida a que le había conducido su ceguedad, pero vanos fueron los consejos del buen herrador.
Cierta noche en que el herrador estaba dormido, oyó llamar a la puerta con descomunales golpes que le hicieron levantarse de prisa. Salió a ver quién era y se halló con que eran dos negros con una mula y un recado del clérigo, suplicándole le herrase la bestia, pues muy temprano tenía que ir al Santuario de la Virgen de Guadalupe.
Aunque de mal talante por la hora, aprestó los chismes del oficio y clavó las herraduras en las patas del animal; los negros se llevaron la mula dándole tales golpes que el cristiano herrador les reprendió.
Al día siguiente, el herrador fue a casa de su compadre para ver por qué iría tan temprano a Guadalupe, como le habían informado los negros, y halló al clérigo aún dormido, al lado de su manceba.
– Lucidos estamos, compadre – le dijo -; despertarme tan noche para herrar una mula, y todavía dormido ¿qué sucede con el viaje?
– Ni he mandado herrar mi mula, ni haré viaje alguno – replicó.
Claras explicaciones mediaron entre los dos amigos, y al fin de cuentas convinieron en que algún travieso había querido correr aquel chasco al buen herrador, y para contárselo, el clérigo despertó a su mujer; la llamó y no respondió; movió su cuerpo y estaba rígido. No se notaba en ella respiración, había muerto.
Su asombro fue inmenso cuando vieron horrorizados, que en manos y pies de aquella desgraciada, se hallaban las herraduras que había puesto a la mula el herrador.
Se convencieron de que todo ello era Divina Justicia; avisaron al cura y al volver con él, hallaron al padre Vidal y a un religioso carmelita.
Por acuerdo de los tres testigos, se resolvió enterrar a la mujer, y guardar el secreto.
Cuentan que ese mismo día, jurando cambiar de vida, salió de la casa el clérigo sin que nadie volviera a tener noticia de su paradero.