La Calle de la Quemada, como muchas de las avenidas, puentes y callejones de la Ciudad de México, tomaron sus nombres debido a sucesos ocurridos en las mismas, a los templos y conventos que en ellas se establecieron, o por haber vivido en sus casas personajes, caballeros famosos, capitanes y hombres de alcurnia.
La calle de La Quemada, que hoy lleva el nombre de 5a. Calle de Jesús María, tomó precisamente ese nombre en virtud a lo que ahí ocurrió a mediados del Siglo XVI.
Cuéntase que en esos días vivían en una amplia casona Don Gonzalo Espinosa de Guevara, español llegado de la Villa de Illescas, trayendo una considerable fortuna que acrecentó aquí con negocios, minas y encomiendas.
Pero su principal tesoro era su hija Beatriz, de 20 años de edad, cuerpo de graciosas formas, ojos verde mar y de una blancura de azucena, enmarcado en abundante y sedosa cabellera bruna que le caía por los hombros y formaba una cascada hasta la espalda de fina curvatura. Su gran hermosura corría pareja con su alma toda bondad y toda dulzura, pues gustaba de amparar a los enfermos, curar a los apestados y socorrer a los humildes.
Con tales cualidades, no faltaron caballeros y nobles que comenzaron a requerirla en amores, para posteriormente solicitarla como esposa, sin que aceptara a ninguno de ellos.
Por fin llegó aquel caballero a quien el destino le había deparado como esposo, en la persona de Don Martín de Scópoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, apuesto caballero italiano que se prendó de inmediato de la hispana y comenzó a amarla no con tiento y discreción, sino con abierta locura, al grado que se oponía al paso de cualquier caballero que tratara de transitar cerca de la casa de su amada, saliendo a relucir en muchas ocasiones las espadas. Así, uno tras otro iban cayendo los posibles esposos de la hermosa dama de la Villa de Illescas.
Doña Beatriz, al enterarse de tanta sangre derramada por su culpa; se llenó de pena, angustia y dolor por los hombres muertos. Una noche, después de rezar ante la imagen de Santa Lucía, virgen mártir que se sacó los ojos, tomó una terrible decisión tendiente a lograr que el de Piamonte dejara de amarla para siempre.
Al día siguiente, después de arreglar ciertos asuntos, llevó hasta su alcoba un brasero, colocó carbón y le puso fuego. Las brasas pronto reverberaron en la estancia, el calor en el anafre se hizo intenso y entonces, sin dejar de invocar a Santa Lucía y pronunciando entre lloros el nombre de Don Martín, se puso de rodillas y clavó con decisión, su hermoso rostro sobre el brasero.
Quiso Dios y la suerte que acertara a pasar por ahí Fray Marcos de Jesús y Gracia, quien entró corriendo a la casona después de escuchar el grito tan agudo y doloroso. Encontró a Doña Beatriz aún en el piso, la levantó y ésta le dijo que esperaba que ya con el rostro horrible, Don Martín no la celaría, dejaría de amarla y los duelos en la calleja terminarían para siempre.
Mas tarde, el religioso fue en busca de del mancebo y le explicó lo sucedido; su reacción, fue ir a la casa de su amada, a quien halló sentada con el rostro cubierto. Con sumo cuidado lo descubrió, quedando atónito, apenado, mirando la antes hermosa y blanca cara de Doña Beatriz, horriblemente quemada.
El Marqués de Piamonte se arrodilló ante ella y le dijo con frases en las que campeaba la ternura: -Ah, Doña Beatriz, yo os amo no por vuestra belleza física, sino por vuestras cualidades morales, sois buena, generosa, noble y vuestra alma es grande… en cuanto regrese vuestro padre, os pediré para esposa, si es que vos me amáis… La boda se celebró en el Templo de La Profesa y fue el acontecimiento más sensacional de aquellos tiempos.
A partir de entonces, la calle donde viviera Doña Beatriz y el Marqués de Piamonte se llamó Calle de la Quemada, en memoria de este acontecimiento.