Por allá en Xalapa, entre las calles Enríquez y Juárez, a una cuadra del Parque Juárez, se deja ver una calle angosta, mejor conocida como el Callejón del Diamante, lugar que desde los tiempos de la Colonia y hasta nuestros días, es comentado por cuya leyenda de traición acaeció ahí.
Cuentan los que saben, que en una casona vivía un matrimonio adinerado, cuya esposa era una criolla hermosa, blanca y joven, de cabellera como el azabache, labios rojos y mejillas sonrosadas, ojos grandes, pestañas largas y cejas tupidas, este último signo moral de virtud y ejemplo de esposa enamorada en la época.
Por su parte, su esposo era un caballero español físicamente bien formado, que amaba a su dulce compañera con toda el alma.
Siendo novios y recién comprometidos, él dio a su futura esposa un anillo con un hermoso diamante negro. Éste era de lo más extraño y la piedra que contenía respondía a cierta superstición, ya que tenía la rara virtud de aumentar el amor del matrimonio y descubrir la infidelidad de la esposa.
Sin percance alguno, la dama lo recibió gustosa jurando jamás separarse de la joya.
Tiempo después, ya en matrimonio, el esposo salió de viaje, a lo que ella decidió visitar al mejor amigo de él… sucediendo lo inevitable. Consumada la traición, y por razones que se ignoran, ella se quitó el anillo, dejándolo en el buró, junto al lecho, olvidando la alhaja.
A su regresó a Xalapa, el esposo no se dirigió a su casa, sino fue primero a la del amigo. Entró y lo encontró en su alcoba durmiendo la siesta y, ¡oh sorpresa!, lo primero que vio en la mesilla de noche fue el diamante negro de su esposa. Disimuladamente se apoderó de la joya y se dirigió a su casa.
Ya en su hogar, llamó a su bella compañera, a quien al besarle la mano comprobó que no lucía el anillo. Con el corazón roto y ciego de furia, sacó a lucir una daga con empuñadura de oro, incrustada de rubíes, que clavó en el pecho de la infiel.
El caballero dejó sobre el cadáver de la esposa el anillo del diamante negro y desapareció para siempre.
La gente de los alrededores, exclamaba: ¡Vamos a ver el cadáver del diamante!, expresión que poco a poco fue cambiando hasta que sólo decían: «Vamos al Callejón del Diamante», nombre que la tradición ha mantenido a través del tiempo hasta nuestros días.