A lo largo de la historia de la humanidad, la muerte ha recibido cultos y rituales, homenajes y celebraciones por parte de los vivos. En todas las culturas y civilizaciones, la muerte siempre ha ocupado un lugar privilegiado.
Mucho se ha especulado en torno del sentido de la muerte en las culturas precolombinas; la idea que tenían los aborígenes indoamericanos dista mucho de parecerse a la importada con el descubrimiento y la conquista de América.
Para ellos no existía el concepto de cielo e infierno, tampoco el del pecado original ni el acusado sentimiento de culpa que propone la filosofía cristiana; ni la idea de la redención y tantos otros conceptos más, que encuentran su critica significación en la hora de la muerte.
Hasta antes de la conquista espiritual de México, los naturales de América concebían la muerte como un estado superior, al que se llegaba sin angustia y con la aceptación madura ante un hecho natural; culto complejo al que podemos aproximarnos mediante los “entierros” encontrados en diversos centros ceremoniales que existen en México, donde el cadáver se acompañaba de sus objetos personales, figuritas de barro representativas de deidades, máscaras de expresión patética, oro, plata y piedras preciosas.
Los aztecas aseguraban que el alma del desaparecido iba al Mictlán -el mundo de los muertos-, acompañada siempre de un perro como amigo fiel y quien le guía por nueve antesalas del inframundo, antes de llegar al eterno reposo.
México cuenta con una fascinante variedad de celebraciones funerarias.
Actualmente, encontramos en cada una de estas expresiones de amoroso dolor, tres culturas mezcladas: la mesoamericana, la hispánica y la arábiga, inherentes a la propia hispanidad.
La muerte, de alta significación en todas y cada una de ellas, fue conformando una amalgama conforme avanzaba la conquista, la colonización y evangelización del llamado Nuevo Mundo, ante lo cual el mexicano cambiará sus costumbres, influenciado por nociones que no llega a comprender cabalmente: conceptos de cielos, infierno, pecado mortal, culpa, redención y … gran terror a la muerte.
Por eso, durante la Colonia, la muerte se representará impúdicamente mediante la versión antropomorfa de un esqueleto, que habrá de volverse figura familiar del mexicano, incluida la inevitable calavera, lo cual dura hasta nuestros días.
“Pan de Burro” a los Fieles Difuntos de Chilac
En San Gabriel Chilac, -cabecera del municipio del mismo nombre- la Festividad del Día de Muertos se celebra de una manera muy peculiar. Todas las casas preparan “pan de burro”, construyen “casas” de carrizo para los difuntos, elaboran velas enfloradas de colores y dedican notas solemnes de los armonios, lo cual hace de esta fecha algo muy especial para los chilatecos de los cuatro barrios: Tlahco, Ecatzingo, Tlaconahua y Tepeteopa.
Aquí, la celebración para honrar a los Fieles Difuntos inicia desde el 28 de octubre, cuando los habitantes colocan ofrendas en sus casas dedicadas a recordar a todos aquellos que perdieron la vida en forma violenta, en algún accidente, mientras que el día 31 es para los muertos chiquitos, niños que llegan a las 12 horas y que se despiden a la misma hora del día siguiente.
El 2 de noviembre los chilatecos salen de sus casas hacia las iglesias llevando consigo las ofrendas, que una vez bendecidas son llevadas al camposanto que desde el día 1 empieza a verse congestionado, debido a los preparativos previos de limpiar y adornar los sepulcros bajo la luz de la luna.
A la entrada del panteón de San Gabriel Chilac, un grupo de hombres y mujeres se dedican a la venta y restauración de cruces de madera que, en gran número, se colocan en las tumbas, unificando el paisaje.
Para la mañana del día 2, el panteón se convierte en el núcleo de actividad de toda la comunidad, que se caracteriza por el flujo de flores, agua, adornos, velas y brazadas de carrizo fresco, mismas que se utilizan para reconstruir las “casas” de los difuntos.
Conforme avanza el día, la fisonomía del lugar sigue transformándose, con la gente que ya satura los andadores y cuyas lenguas indígenas (popoloca y náhuatl), se entremezclan con oraciones en latín y las notas de maltrechos armonios -organitos portátiles que son alimentados por el aire de un fuelle movido con los pies-, que van tocando música para difuntos de tumba en tumba, entre los tenates fruteros, las canastas con tamales, viandas y las velas enfloradas que indican “muertito nuevo”, es decir de menos de un año.
Al mediodía, la celebración alcanza su plenitud con la llegada de los mariachis, que entrelazan sus ritmos con los de los conjuntos y los armonios.
Todo es fiesta en el camposanto, la algarabía y el colorido de las tumbas y las ofrendas son un homenaje; la muerte se convierte en vida en San Gabriel.
Tradicional en la región es el “pan de burro” -llamado así por la forma en que antiguamente era transportado- que no puede faltar en las ofrendas, al igual que el pan tochi (de tochtli, “conejo” en náhuatl), una variante del anterior, el cual es bañado en “sangre” (teñido de cochinilla) e introducido al horno. Después de un rato en el fuego sale oloroso, esponjado, caliente y acaramelado; listo para deleitar a los difuntos y no difuntos.
En otras casas de Chilac se combinan los colores y los materiales (plástico y papel) para armar arreglos florales, que a su vez adornarán las largas velas que compra la gente para la ocasión y que son colocadas tanto en la ofrenda como en el sepulcro.
Los tenates -especie de recipiente de palma que sirve para acarrear y guardar objetos- pletóricos de frutas y las canastas de comida cubiertas con papel picado, forman parte de tan colorida tradición.
No falta en Chilac quien entre los frutos de la ofrenda, coloque ajos, el cultivo más representativo de la comunidad. En los terrenos que circundan el pueblo se produce gran cantidad de esta especie que se envía a otras regiones, el cual tiene un inigualable sabor.
Menos común es el chile, el cual, contrariamente a lo que pudiera pensarse, casi no se cultiva en esta población, cuyo nombre, irónicamente, significa “lugar de chile”, de acuerdo con algunas versiones.
Chilac se encuentra a 139 kilómetros de la ciudad de Puebla por la carretera federal núm. 150, a 10 kilómetros de la desviación hacia Tehuacan-Cuicatlán.
Altares y Ofrendas de Muertos en Huaquechula
En todas las culturas y civilizaciones, el culto a la muerte ha ocupado un lugar privilegiado; sus ritos celebratorios son más impresionantes, fastuosos y monumentales que aquellos que festejan los cantos de la vida.
Una de las comunidades de Puebla que le da un significado muy particular a esta costumbre, es el Municipio de Huaquechula, la heredera descendiente Cuauquechollan, es donde se originan las ofrendas monumentales de México, monumentos con que se honran a los muertos en los oficios funerarios de la catolicidad.
Estas ofrendas impactan, primeramente, por su disposición y por su fastuosa monumentalidad, ya que alcanzan los 3 y 4 mts. de alto y ancho, para cubrir el muro de las modestas viviendas. Junto a la ofrenda se instala una mesa comunitaria con bancas de madera, a la que habrán de llegar los visitantes para hacer obsequios a sus difuntos, mismos que consisten en pipian verde, mole poblano, tamales, pan de muerto y de la región, tortillas de maíz, y si es por la noche, un buen café, chocolate y pan.
Estas ofrendas se instalan a manera de un altar, que antiguamente alcanzaron de 5 a 9 niveles y que significan los círculos del inframundo indígena. La armazón estructural se reviste de una brillante tela que nunca deberá ser negra, sino de color azul cielo, verde limón, rosa mexicano, solferino, y blanco, diferencia esencial con los túmulos eclesiásticos en los que el mundo de la muerte siempre es oscuro.
Cada nivel de esta construcción es diseñado conforme al gusto y la tradición de la familia del difunto. En el primer nivel, de abajo hacia arriba, se ofrenda con todos los elementos típicos, pan de muerto, cañas, cirios, frutas, agua, etc.
En el segundo, al centro, se instala la fotografía del fallecido con todo aquello que acostumbraba, como podría ser pulque o cerveza, algún guiso, en especial unas cartas o inclusive la ropa que más le gustaba.
El tercer y último nivel se dedica al dios creador del cielo y de la tierra, o a la santa imagen que el difunto veneraba.
No deje de visitar esta tradición en Huaquechula, el 1 y 2 de noviembre, pero recuerde llevar un cirio para visitar y admirar estas ofrendas, que se han convertido en un verdadero legado de la tradición mexicana.
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