La Paz, capital de Baja California Sur, lleva en su nombre el sino para quien quiera reposar durante algunos días, lleno de quietud y tranquilidad.
Era imposible ponerle otro nombre. Este es un sitio que se bautizó a sí mismo porque solamente podía llamarse de esta manera: La Paz.
La capital del estado peninsular de Baja California Sur se encuentra en la bahía del mismo nombre: La Paz, y sus aguas no parecen conocer las olas. Es como un gran estanque en el que su mar simplemente reposa sobre la arena de la playa. Mar quieto, mar perezoso, mar dormido, mar catatónico, mar introvertido, mar manso, mar que llega dócil como un gatito a lamer la mano del amo.
La inmovilidad del mar le da a toda la ciudad un halo de sosiego, de extrema calma, de tiempo sin prisa, de vida lenta, de buena vida, donde los atardeceres se tejen despacio y el silencio de la quietud abre la puerta del reposo al espíritu.
Son las dos de la tarde y en la veranda del Carlos & Charlie´s una pareja de gringos maduros toma una mesa para refrescarse con la brisa imaginaria que se percibe al aire libre con sólo mirar el mar del otro lado de la calle. Los observo desde adentro del restaurante, a través de una antigua puerta, hoy ventana de piso a techo clausurada por barrotes de metal y una maceta rectangular que cuelga con una planta despeinada de largos cabellos de serpentina que buscan el suelo. Piden unos tragos y con parsimonia revisan la carta con acuciosidad, como si buscaran descifrar un código secreto entre las letras. No se hablan por largos minutos, ni se miran, ni se sugieren, ni comentan, entre sorbo y sorbo cada uno revisa su menú con sus lentes para leer en la punta de la nariz, casi inmóviles como las gárgolas de verdes dragones alados que coronan el arbotante de lámparas blancas, esféricas como un balón, que tienen a un metro de distancia.
Enfrente está la bahía muda, de aguas serenas que los verán comer con la calma que aquí todo lo inunda.
Un par de horas después, la pesadez de una buena comida y la magia de unos tequilas y unas cervezas invitan a cruzar la calle y caminar el largo y ancho malecón con pasos lentos, con tranquilidad, con la posibilidad de gozar del mar adormilado y de escudriñar las esculturas que adornan este paseo.
Ahí, una ballena gris quedó congelada en un brinco fuera del agua. Unos metros más adelante, una virgen hecha con el ancla de un enorme barco mira hacia el océano como cuidando a sus hijos pescadores; una madre delfín le enseña a su pequeño vástago a nadar en el aire; un profeta barbado con túnica de bronce y de espaldas al mar, con una concha de caracol en la mano extendida parece predicar las bondades del océano a todos los que pasan; un anciano marinero, vestido de marinerito que tripula un barco de papel como si se lo hubiera puesto de falda de la que le salen las piernas, se cuadra frente a la bahía, mostrando respeto y agradecimiento por todo lo que ese mar le dio a lo largo de su vida. Y así, uno va recorriendo el cálido malecón, mientras el ocaso se construye con cielos multicolores que lanzan unos rayos oblicuos que tiñen de amarillo las bancas blancas de hierro forjado que esperan a que alguien se siente en ellas para contemplar ese espectáculo cotidiano. Luces que después serán rojas y luego marrón hasta que la noche llegue.
Varias parejas ya llevan rato ocupando algunas de esas bancas contemplando abrazados el atardecer. Pero unos novios prefirieron sentarse a la orilla del mar, con los pies hundidos en la arena, a presenciar cómo en estas tierras el día se muere sin hacer ruido, dejando que sólo los chillidos esporádicos de las gaviotas que cruzan de vez en vez rasguen los haces luminosos que se tienden sobre La Paz antes de que la oscuridad nocturna los devore.
Llega la noche y es como una campana que suena sin badajo llamando a los pobladores que de un momento a otro, tal vez para disfrutar del sereno, atiborran la estrecha banqueta del otro lado de la playa. Ríos de turistas y paceños deambulan en compactas familias que llevan a los niños de la mano y un helado en la otra. Caminan, simplemente caminan mirando los aparadores mil veces vistos, regodeándose en la noche que los refresca y protege del severo sol del día que llega a rebasar los cuarenta grados Celsius en las canículas de verano.
Entonces es un buen momento para entrar a la tienda de artesanos donde esperan espectaculares piezas de palo hierro, concha de abulón, oro y perlas cultivadas, concha marina, cuerno de toro, barro, madera de huanacaxtle, guamúchil, palo chino o pico de marlin. En su mayoría son esculturas de animales hechas con todos estos materiales de la región: colibríes suspendidos en la nada robando con sus largos picos el néctar de una flor, búhos, pez dorado, delfines, tortugas y, por supuesto, ballenas, el icono del lugar.
Pero este ritmo lánguido, que pudiera ser suficiente atractivo para un agitado citadino, no es todo lo que ofrece. También tiene mañanas rebosantes de acción en la pesca deportiva de picudos, dorados y atunes; en el buceo con la inabarcable riqueza de flora y fauna submarinas que le han dado tanta fama al Mar de Cortés; con actividades acuáticas en sus playas, como Balandra o Pichilingue, donde comer bajo una palapa almeja chocolata viva que se retuerce al bañarla con gotas de limón, o asada con papel aluminio y rellena de pico de gallo y queso amarillo rayado resulta una experiencia que se recordará por siempre; y en los paseos en kayak por los alrededores para admirar lo que la pródiga naturaleza de la Península de Baja California ofrece a todos sus visitantes.
La Paz es una experiencia aparte, diferente a cualquier otro destino de sol y playa, porque, al representar el largo brazo de México, separado casi en su totalidad del continente por el Golfo de California, sin serlo, se vive con una lógica de isla, con la paciencia que da la lejanía, con las pausas de cada tarde, con los lerdos amaneceres, con la parsimonia de un reloj sin manecillas, con la felicidad que da saber que la locura irracional de las grandes ciudades está allá, en lugares remotos, del otro lado del mar.
Así, el visitante puede pasar días de ensueño en sus hoteles y disfrutar de sus servicios; de paseos hacia la Isla Espíritu Santo, área protegida de biodiversidad; de excelentes restaurantes en el malecón y en sí, puede gozar de la paz, en toda la extensión de la palabra y de sus playas.