Muy madrugador era don Fermín Anduesa; apenas esclarecía, echábase a la calle envuelto en su capa, con gran devoción a misa. Al entrar y al salir del templo, se detenía frente al Cristo de la Cruz.
El caballero, lleno de humildad, le ofrecía su oración, besaba sus pies y ponía unas monedas de oro en el plato petitorio. Rico era, pero era más la riqueza de su alma. De ella manaba toda excelencia y bondad.
Celos tenía de este señor el rico don Ismael Treviño, quien a nadie daba nada de lo suyo. Por doquier hablaba mal de don Fermín.
El odio le dijo un día que lo matara, consejo que venía del diablo. Caviló como quitarle la vida. Su cobardía lo decidió por la ponzoña. Halló a un hombre que le dio un veneno que no daba la muerte en el acto, sino de poco a poco. Baño con ese líquido un pastel que envió a don Fermín, mandándole decir que era obsequio de su amigo el regidor, que lo disfrutara, y así lo hizo don Fermín.
Don Ismael, curioso de ver los efectos de su maldad, lo siguió cuando iba a misa. Don Fermín se acercó al Santo Cristo, dijo sus oraciones y fue a adorar los pies, pero apenas puso en ellos los labios, se obscurecieron más, y la ola negra empezó a subir por el cuerpo hasta quedar como tallado en ébano. Muchos devotos contemplaron el hecho con asombro.
Don Fermín quedó pasmado y don Ismael Treviño, en un impulso de bondad, fue a dar a los pies del caballero y le confesó a gritos que lo había querido emponzoñar y que Cristo absorbió el veneno librándolo así de la muerte. Don Fermín lo perdonó y abrazó como a un hermano ausente.
Las personas quisieron aprehenderlo, pero don Fermín les rogó que lo dejasen ir, que el ya había olvidado el agravio, y les pedía que se arrodillaran ante el Cristo. Don Ismael salió de Porta Celi pálido. Ese mismo día abandonó la ciudad y nadie volvió a saber de él.
Como se extendió la nota por todo México de aquel raro suceso, tanto don Fermín como los innumerables beneficiados por su generosidad, le llevaban velas de ofrenda al Cristo negro; cierta tarde cayó una vela y la imagen se incendió… tiempo después fue reemplazado con otro Cristo, también negro, que es el que ahora conocemos en un altar de la Catedral de la Ciudad de México.