Cuenta esta leyenda que Xochiquetzal era una joven y hermosa mujer que había jurado amor eterno a un noble y orgulloso guerrero del ejercito mexica, el cual había ido a combatir al pueblo zapoteca.
Aprovechando la ausencia del guerrero mexica, un tlaxcalteca, avecindado en la ciudad, pretendía de cerca a la bella joven, quien hacía caso omiso de sus proposiciones. Más, al saber del juramento que ataba a Xochiquetzal con su ser querido, mintió, asegurando que su amado había muerto en el campo de batalla.
Después de la desgarradora noticia, todo le daba igual. Triste y desconsolada, aceptó los floridos halagos del tlaxcalteca y los continuos regalos que su nuevo enamorado le hacía, hasta que llegó lo inevitable: el pedimento de boda, el cual aceptó a sabiendas de que era como enterrarse en vida. Después de aquella fecha, no volvió a sonreír.
Un buen día, en el que se encontraba ensimismada en sus pensamientos, escuchó como las mujeres armaban alboroto, el cual se debía a la llegada de los valientes guerreros que regresaban vencidos y cabizbajos a la ciudad… menos uno, al cual ella reconoció de inmediato.
Furiosa y llena de odio, insultó al Tlaxcalteca con el que se había casado, lo acusó de vil y mentiroso. Huyó por el borde del lago de Texcoco con su marido tras ella. El guerrero mexica los siguió y enfrentó a su rival. Después de sangrienta lucha, el tlaxcalteca herido, huyó.
Después del enfrentamiento buscó a Xochiquetzal, a quien halló muerta. No quiso seguir viva después de ser mujer de otro a quien no había jurado fidelidad eterna.
Él lloró, cortó flores, cubrió con ellas el cuerpo de Xochiquetzal, trajo un incensario en el que quemó copal. Lloró el Zenzontle (pájaro de cuatrocientas voces). Apareció Tlahuelpoch, mensajero de la muerte. La tierra se sacudió en temblores, las nubes llenaron de penumbra los cielos, el miedo se apoderó de los habitantes del Anáhuac.
Al amanecer habían surgido en el valle dos montañas nevadas. Una, con la forma de una mujer recostada, cubierta de flores blancas, a quien ahora se le llama Iztaccihuatl. Otra, alta e impresionante, como un guerrero azteca hincado a sus pies, llamado Popocatépetl y que en los días despejados de la Ciudad de México, es posible verlos a la distancia, jurándose amor eterno.