En Marrakech se tocan trocitos de historia, se huele la aventura, se saborea Oriente, se oyen tiempos de leyenda y se ve el orgullo de una cultura ancestral.
Tras aterrizar en Marrakech, todo buen viajero habrá de encaminarse al riad donde se alojará los próximos días. La primera inmersión en el exotismo que va a respirar durante su estancia, y desde ese instante, deberá estar consciente de que esta ciudad de Marruecos será un reto para sus sentidos.
Entramado de callejones
Esos riads son típicos de la medina marraquechí. Casas reconvertidas en hospedajes turísticos, donde las escasas habitaciones están en torno a un patio central que baña de luz y frescor todo el establecimiento. Hoy en día, esas antiguas casas familiares sumergidas en el casco antiguo, se han adaptado al turista occidental y ofrecen un interior repleto de decoración orientalista.
Con esas primeras sensaciones, el visitante se zambulle en el laberinto urbano que es Marrakech, y camina perdido por el entramado de callejones, pasajes y esquinas. Imposible orientarse. Mejor guiarse por los sentidos y disfrutar de ellos.
Atmósfera que vibra al orar
El primero que sucumbe al embrujo de estas tierras es el oído. Pronto se escucha el sonido gutural del muecín que llama a la oración a los musulmanes. Cinco veces al día, vibra la atmósfera de Marrakech con la profundidad de esta voz humana, algo así como las campanas cristianas, pero al ser el canto de un hombre, lo inunda todo de misterio impactante, sobre todo al oírlo por primera vez.
Todas las mezquitas llaman a la oración, especialmente La Koutoubia, en el corazón de la ciudad. Desde su torre-minarete originada en el siglo XII, el muecín invoca a los fieles y después el resto de mezquitas de la urbe, una por una, avisan de que es el momento de orar.
El sonido emociona, más aún al atardecer, cuando cae la luz. Como contrapartida, en el Palacio el-Badi, hay otras sensaciones, aquí en forma de silencio, ya que lo que fue un rico palacio, cuyo nombre significa “el incomparable”, hoy día es una inmensa ruina capaz de evocar con su vacío el esplendor de cuando se construyó en el siglo XVI.
Arquitectura que maravilla
Muy distinto es el Palacio Bahia. Aquí el sentido que más goza es la vista. El edificio data del siglo XIX, y en apenas catorce años su propietario, el gran visir Moussa, atrajo a los más reputados artesanos del país para que colmaran de arte las 150 habitaciones del palacio. Los ojos no cesan de maravillarse con las tallas en madera, las pinturas, los azulejos y los estucos grabados que aparecen por techos, paredes y suelos del palacio.
Casi roza el exceso tanta decoración y los ojos agradecen encaminarse al exterior de la medina. Entonces se aprecia una obra más sencilla y austera: las murallas de la ciudad. Se conservan 16 kilómetros de muralla en Marrakech, todos realizados a base de adobes de barro y paja que toman un tono rosado debido a la acción solar implacable. Ese color le da a Marrakech el sobrenombre de la ciudad rosa.
Detrás de la muralla de Marrakech
Saliendo por una de las puertas de las murallas y tras pasear por las anchas avenidas de la ciudad nueva se llega al Jardín Ménara. Ahí disfruta el olfato con los aromas a olivo y frutas. En el centro del jardín se alza un pequeño pabellón junto a un estanque, donde según la leyenda, un sultán seducía a las jóvenes, y tras saciar sus apetitos, las ahogaba. Desde luego, la estampa del lugar, con las nieves del Atlas al fondo es mucho más poética que el despiadado sultán.
Diferente carácter tiene otro jardín situado en la ciudad nueva: el Jardín Majorelle. Éste fue propiedad de Yves Saint Laurent, y de hecho aquí están esparcidas sus cenizas, entre infinidad de cactús, palmeras y flores de todos los colores imaginables.
Comida con carácter único
Ya de vuelta a la medina se puede dar gusto al paladar. En cualquier sabor que se cate se adivina una personalidad única: los tajines de pollo y guisantes, los couscous de verduras, las brochetas de cordero y hasta las aceitunas aliñadas que sirven en los bares como acompañamiento, transmiten unos sabores inolvidables que identifican a la ciudad.
La culpa es del inmenso repertorio de especias de la cocina marroquí. Y para apreciar esa singular riqueza hay que ir de compras por cualquier mercadillo callejero y sobre todo por el zoco.
En Marrakech un recorrido es una aventura
Pasear por el zoco, además de una aventura, es un deleite para todos los sentidos, pero más para el tacto. Se tocan extraordinarias alfombras tejidas a mano, se acarician bolsos hechos con piel de camello, se palpa la fineza del ámbar o se siente la frialdad del latón. Hay que tocar todo y luego comprar.
Y a la salida del zoco llega la culminación sensorial de Marrakech: su mítica plaza Djemaa el-Fna. El lugar al que tradicionalmente llegaban las caravanas procedentes de Tombuctú, que habían cruzado el desierto para traer hasta aquí sus mercancías.
Por ello no extraña la figura de aguadores que todavía venden agua a los turistas, recordando a los sedientos camelleros. Si bien, es mejor beber los zumos de naranja recién exprimida que ofrecen numerosos puestos repartidos por la plaza, un gusto que no se debe evitar.
Conforme avanza la tarde, Djemaa el-Fna se convierte en un espectáculo único. De hecho, según la Unesco la plaza es “Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad”. Un grandioso teatro al aire libre que rememora ese lugar que recibía a las caravanas tras días de penalidades para, por fin, disfrutar de bebida, comida y diversión.
Repartidos por la plaza se oye a cuentacuentos narrando epopeyas de personajes míticos, a su lado se ven encantadores de serpientes, a escasos metros dentistas que enseñan con orgullo las muelas que han extraído, junto a ellos están las tatuadoras de henna y los domadores de monos, hay músicos, quiromantes que leen las líneas de la mano, sanadores, actores callejeros, malabaristas … incluso carteristas, todo un delirio de sensaciones.
Impregnarse de ese ambiente permite decir que en Marrakech se tocan trocitos de historia, se huele la aventura, se saborea Oriente, se oyen tiempos de leyenda y se ve el orgullo de una cultura ancestral.
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