Hay destinos que son algo más que impresionantes monumentos artísticos, cautivadores paisajes o atractivos museos. Se trata de lugares donde se pueden vivir y palpar hechos históricos, a veces espeluznantes, y que sin embargo los efectos del paso del tiempo nos permiten creer algo más del ser humano. Uno de esos sitios es la ciudad de Mostar, en la joven República de Bosnia-Herzegovina.
Esplendor dañado
En el año 1992 estalló la Guerra de los Balcanes, cuyo resultado fue la desarticulación total de la antigua Yugoslavia. Durante varios años las diferentes etnias que configuraban aquel país del bloque comunista, emprendieron una guerra salvaje en la que se cometieron infinidad de crueles crímenes. Uno de los escenarios que se convirtieron en un emblema de la bestialidad de aquel conflicto fue la ciudad de Mostar. No es que en Mostar se dieran los combates más cruentos ni el mayor número de víctimas. Lo que hizo que Mostar se convirtiera en la portada con la que abrían muchos informativos de la época, fue que los ataques y bombardeos, además de cuantiosos daños a la población, estaban arrasando una de las ciudades más peculiares de Europa.
Cuando acabó el conflicto a mediados de los años noventa, el resultado era de 2 mil muertos, 26 mil expatriados y unas 5 mil edificaciones dañadas. La vergüenza que sentía la comunidad internacional ante tal catástrofe hizo que diversos organismos, encabezados por la UNESCO, activaran de inmediato ayuda para reconstruir la ciudad y auxilio a sus habitantes para que aquí volviera a desarrollarse la vida. De esta manera, hoy Mostar ha recuperado parte de su esplendor y muestra su histórico patrimonio a gente llegada hasta aquí desde cualquier parte del planeta.
Unión de tradiciones
El verdadero símbolo de esta reconstrucción es el Puente Viejo, en la lengua local Stari Most, que sirve para dar nombre a la población. Este puente de un único arco y que se eleva más de 20 metros sobre el cauce del río Neretva, lleva uniendo ambas orillas de la población desde 1566, cuando la ciudad, y toda la región de Herzegovina, era territorio bajo el dominio turco del Imperio Otomano.
De hecho, el puente fue proyectado por un discípulo de Sinan, el prestigioso arquitecto turco artífice de algunas de las más bellas mezquitas de Estambul. Y es que el hecho histórico de que esta parte de Bosnia fuera durante siglos, concretamente desde el siglo XV hasta el XIX, territorio del Imperio Otomano le ha dado su particular carácter al país, un país de religión musulmana y que en muchos aspectos une tradiciones europeas, eslavas y orientales.
Basta pasear por las empedradas calles de la ciudad vieja para comprobar la abundancia de mezquitas en esta zona de Centroeuropa. Algunas de ellas son realmente bellas como la mezquita de Koski Mehmed-pachá de principios del siglo XVII o la mezquita de Karazdozbeg, de un siglo antes. Ambas, cubiertas con amplias cúpulas, poseen en el exterior unos altos y espigados minaretes, idénticos a los que podemos encontrar en países del próximo Oriente.
Y como en los países de credo islámico, aquí también se escucha los cánticos que llaman puntualmente a la oración cinco veces al día. Pero la gran diferencia en Mostar, es que aquí estos cantos conviven con las campanas cristianas. Porque en Mostar no solo se ven mezquitas, también hay sinagogas, un cementerio judío, iglesias de la religión ortodoxa y de la católica como al Convento franciscano, donde se puede contemplar una interesante colección de pintura religiosa.
En todos estos templos de distintos creencias si se buscan, siempre se pueden ver huellas de los muchos conflictos que durante el siglo XX ha sufrido la ciudad, desde la Primera y la Segunda Guerra Mundial hasta la citada Guerra de los Balcanes.
En realidad casi se puede considerar un milagro que la ciudad siga en pie tras una historia tan convulsa. Pero el hecho es que ahí está. Hoy, Mostar supone un interesante viaje a la historia antigua y más reciente de Europa.
Presente con gloria
El paseo más habitual es recorrer el barrio de Kujundziluk, a orillas del río Neretva. Este era el antiguo barrio de los artesanos, y en la actualidad se mantienen algunos, pero lo más común son las tiendas de recuerdos para el viajero. Ahí, además de las típicas postales y souvenirs se pueden encontrar numerosos objetos reciclados tras la última guerra, como bolígrafos hechos con casquillos de bala o lámparas creadas a partir de proyectiles.
A lo largo de ese paseo por Mostar se descubren los viejos baños públicos originados en el siglo XVI, la famosa Torre del Reloj o la antigua Plaza del Mercado, que todavía reúne a los comerciantes de la zona. Y, aunque menos famoso y de dimensiones más reducidas que el Puente Viejo, también se puede cruzar el río Neretva por el Puente Torcido, cuya existencia está registrada desde el año 1558.
Es curioso ver como la gente de Mostar, amable y dicharachera, ha sabido aprovechar su fama como ciudad bombardeada, para explotarlo como recurso turístico. Todo un ejemplo de cómo el ingenio sale a relucir en los momentos de mayor necesidad. Aunque en este caso se base en episodios tan tristes como son los que ocurren durante una guerra.
Pero la verdad, es que los bosnios son personas muy orgullosas y conocedoras de su pasado, dispuestas a mostrárselo a sus visitantes. Con ese fin se creó el Museo de Herzegovina en un edificio del siglo XVIII: La Casa Biscevic. La visita a su exposición es todo un descubrimiento de una cultura ancestral que une elementos de oriente y occidente, del norte y del sur, es decir, una muestra del gran tesoro cultural que posee esta gente, esta ciudad y este joven país.
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