Hace once años, viviendo noches selváticas en el centro de la laguna El Cometa, herméticamente encerrado en un barco que tenía forma de casa, o en una casa que navegaba como barco, donde había que aislarse una vez que el sol se iba, para evitar que el interior se inundara de insectos de toda índole, atraídos por la única luz que permanecía encendida en ese reino de oscuridad y silencio que se extendía cientos de hectáreas a la redonda, conocí a José Carlos Becerra, uno de los mayores poetas que ha dado México.
Nos levantábamos con los primeros rayos de luz, insumo vital cuando se toman fotografías, y en una lancha de hule con motor fuera de borda recorríamos la laguna y los laberínticos manglares, asistidos por guías que, además de enseñarnos los caminos de ida y vuelta, podían detectar a decenas de metros la presencia de cualquier clase de animal, pequeño o grande, o descubrir en la indescifrable maraña vegetal alguna pequeña orquídea o una Flor de Jujo, invisibles a primera vista para el forastero.
Pasado el mediodía regresábamos al barco-casa para comer la pesca del día, que mientras tanto había realizado y cocinado la tripulación. Descansábamos un poco, exprimidos por el agobiante calor y la humedad de la selva tabasqueña, y luego nos lanzábamos de nuevo a la cacería fotográfica para aprovechar las últimas horas de luz. Cuando el sol declinaba, retornábamos a la nave cuadrada, cuya cubierta era una especie de balcón con barandal que la rodeaba por los cuatro costados y por la cual nos desplazábamos en el exterior.
Al caer la noche, encendíamos una pequeña planta de luz que funcionaba con gasolina que alcanzaba para dos horas; así, cada 120 minutos alguien tenía que salir corriendo, atravesar la nube de palomillas, tábanos, moscos y otros insectos voladores que luchaban por entrar, cargar más combustible y volver a encender la maquinita, para regresar igual de raudo, antes de que los bichos lo devoraran.
Encerrados en la casa, con las ventanas tapiadas, cenábamos, jugábamos cartas o backgammon, y disfrutando de nuestra ración diaria de dos cervezas por cabeza, comentábamos las incidencias del día.
Antes de dormir, podíamos leer un rato, ya que cuando la planta de luz se apagaba a la medianoche, ya no se volvía a encender.
Fue una de esas noches cuando, en la tranquilidad del descanso, cayó en mis manos un libro de Becerra y me deslumbró. Mi alma se conmovió cuando leí este párrafo: “Todo duerme, todo se nutre de su propio abandono, en el centro de la inmovilidad reside el verdadero movimiento. El poder de la selva y el poder de la lluvia, la garra del inmenso verano posada sobre el pecho de la tierra, el pantano como bestia dormida en los alrededores del sol; todo come aquí su tajo de destrucción y delirio, la luz se hace negra al quemarse a sí misma, el cielo responde roncamente, el rayo cae como todo ángel vencido”.
Dicho de una manera irrepetible, eso era lo que veíamos a diario en aquel sitio, y sentí que era inútil tomar notas para un texto posterior, cuando ya alguien lo había descrito con tanta exactitud, con tanta profundidad.
La Ruta de los Pantanos de Centla
Hacer aquel libro en 1986 nos llevó casi un año de trabajo de campo. En esos días la Reserva de la Biosfera de los Pantanos de Centla era un paraíso casi desconocido fuera de Tabasco. A veces hacíamos base en la ciudad de Frontera, junto al río Grijalva, donde dormíamos en un humilde hotel, en el que el pedestal de la cama era de cemento, pero era el único que ofrecía el lujo de aire acondicionado en el cuarto, lo cual, en esa tierra que arde día y noche, era un garbanzo de a libra. Diario cenábamos en un restaurante del centro, que se volvió nuestro favorito porque junto a la mesa nos ponían un ventilador enorme, como de un metro de diámetro, que nos refrescaba.
Un día hicimos muchas horas de terracería para llegar a Jonuta, sólo para fotografiar a un grupo de manatíes que habían quedado varados en la poza de un parque infantil.
A poco más de una década de distancia, hoy Centla ya no es un secreto. Obviamente, 300 mil hectáreas de tanta belleza guardaban un enorme potencial ecoturístico, susceptible de ser aprovechado.
Desde hace algún tiempo las autoridades del estado crearon un producto turístico al que denominaron “Ruta de los Pantanos”, que detonó el surgimiento, principalmente en Frontera y Jonuta, de hoteles de mejor calidad, restaurantes, recorridos guiados, centros de interpretación, torres de observación, embarcaderos y museos, así como de empresas receptivas que atienden a los visitantes y los llevan por todos estos lugares.
Según explica la Secretaría de Turismo de Tabasco, la Ruta de los Pantanos es un Área Natural Protegida donde se encuentra la Reserva de la Biosfera Pantanos de Centla, que es la más importante de América Septentrional.
Uyotot-Ja, la puerta de entrada
Para ingresar a este ecosistema, es necesario llegar hasta el Centro de Interpretación Uyotot-Ja o Casa del Agua, en donde se encuentra un recinto con tres salas de exposiciones, las cuales inculcan al visitante valores ecológicos, económicos y sociales mediante módulos interactivos.
Para tener un pequeño panorama de los Pantanos, existe en el lugar una torre de observación, así como un restaurante para saciar tu apetito antes del recorrido, el cual inicia en un pequeño embarcadero que está en la rivera del embalse.
En las comunidades de Nueva Esperanza y San Juanito, los lugareños te ofrecerán interesantes rutas por la vertiente del Río Usumacinta, en cuyo trayecto podrás observar gran variedad de aves, así como flora del lugar, o bien, hacer un paseo en cayuco por estrechos canales.
De regreso, podrás degustar tranquilamente los platillos típicos de la región como una buena mojarra o un pejelagarto bien sazonado, en uno de los palafitos, mientras observas la vista que ofrece el lugar de confluencia de los ríos Usumacinta, Grijalva y San Pedro, mejor conocida como Tres Bazos.
Desarrollo Ecoturístico Punta Manglar
Este sitio es perfecto para realizar actividades de observación de flora y fauna, así como caminatas por senderos a través del pantano, aunque para ello son necesarios los servicios de un guía especializado, porque de lo contrario, es posible perderse en su gran extensión.
Frontera y algunas playas tabasqueñas
Si lo que buscas es un poco de civilización, luego de estar en estrecho contacto con la naturaleza, puedes pedir a tu guía lanchero que te lleve al cercano Puerto de Frontera.
Esta localidad camaronera de la costa tabasqueña tiene como atractivos la Casa de la Aduana, edificio del siglo XIX, desde donde se exportaba el llamado palo de tinte, que era muy apreciado por los europeos, o bien al Mercado de Morelos para comer o comprar alguna de las artesanías del lugar.
Este puede ser tu punto de partida para conocer las playas aledañas, si es que necesitas tenderte en la arena y refrescarte con las olas del Golfo de México.
Una de las más cercanas a este sitio es la de San Pedro, contigua a la desembocadura del río del mismo nombre.
Bajando por la costa, con rumbo hacia Veracruz, encontrarás la playa El Bosque, la cual se encuentra rodeada de pequeñas ensenadas y lagunas, propicias para nadar y disfrutar de un excelente paseo familiar.
La playa de Miramar es una de las más grandes del estado, la cual es muy recurrida por los tabasqueños y es idónea para acampar un par de noches en los alrededores.
Pico de Oro, por la tranquilidad de sus aguas, es un lugar ideal para descansar, arrullado por el suave vaivén de las olas, en tanto que Playa Azul se caracteriza por ser el lugar predilecto de los amantes del deporte acuático, principalmente el buceo, la natación a mar abierto y la pesca. Su oleaje tranquilo, riqueza de especies marinas, la claridad de sus aguas y el paisaje subacuático, palapas, restaurantes y servicios son parte de sus atractivos.
Estas líneas no bastan para describir toda la belleza que encierran los Pantanos de Centla, por ello, te invitamos a conocerlo y maravillarte de esta parte de Tabasco.
Más información: Centla, el lugar turístico que no puedes perderte