En Nuevo Vallarta la pesca es un deporte de paciencia, cuya espera se compensa cuando, repentinamente, las cuerdas se tensan y las cañas inertes cobran vida avisando que ya cayó una presa, como si iniciaran por sí mismas la lucha con el pez.
Para salir a pescar hay que levantarse temprano. La mañana en Nuevo Vallarta, iluminada por un sol todavía somnoliento, es fresca y en la marina del hotel Paraíso Village ya nos espera “Giselle” con su tripulación, lista para zarpar hacia alta mar en busca de picudos o lo que caiga.
A las ocho de la mañana soltamos amarras y allá vamos, lentamente, buscando un horizonte que a estas horas es una línea casi imaginaria. El yate sin prisa se aleja de la playa que a lo lejos se convierte en una postal de hoteles flotando sobre una bruma blanca detrás de la que crece la ondulante cordillera que se levanta gigante y silenciosa, como un guardián protector de Nuevo Vallarta. Más arriba, sólo brilla el azul del cielo mañanero, limpio, liso, blancuzco, sin una sola nube.
La luz oblicua de estas horas pinta todo con una pátina alba y el mundo es un juego de negros y blancos junto a un mar azul, con el día apenas desperezándose, estirando los brazos y las piernas, despertando en silencio con un bostezo luminoso que le desentuma las olas que anoche se desvelaron con la luna en cuarto menguante.
Y eso lo sé porque yo, que soy un neófito de los ciclos del satélite, en la cena me atreví a decir que estaba en cuarto creciente, porque así creo que está cuando la veo grandota, radiante y mocha como un pastel de tres leches al que dios le dio una gran mordida con su divina dentadura de ortodoncia cara. Pero, aparte de acusar mi ignorancia astral, lo único que logré fue encender el enojo de León Felipe, quien abusando de su nombre de poeta célebre y de su sabiduría sobre globos siderales, me corrigió con una cátedra fustigadora.
El enviado de Travel & Leisure dictaminó: “¡Claro que no está en cuarto creciente. Está en cuarto menguante!” Y acto seguido soltó una larga explicación sobre la posición de la luna, sobre orientes y ponientes, para saber en qué fase se encuentra, pero lo hizo con tal solemnidad, que yo la sentí como una catilinaria en mi contra. Y todo porque a Diego, experto pescador de marlines y dorados, se le ocurrió comentar que la luna de la noche anterior determina si la pesca será buena o no, con una teoría muy simple: si hay mucha luz selénica en la oscuridad nocturna, los peces pueden cazar y a la mañana siguiente, con la panza llena, no harán caso de los anzuelos; pero, si sucede lo contrario, durante el día tratarán de comerse todo lo que puedan, augurando una buena pesca.
En eso pienso mientras veo que, cuanto más nos alejamos del muelle, la bruma blanca se va convirtiendo en un coloso que devora todo lo que hay en tierra: playa, edificios, montañas y hasta una parte del cielo.
Marinero inexperto, me siento a la deriva cuanto caigo en la cuenta de que ya la orilla está muy lejana de Nuevo Vallarta y entonces descubro que solamente la estela de espuma que deja el yate es la única senda que nos indica de dónde venimos y, aunque es efímera, parece perdurar como una brecha en el agua que nos mostrará el camino de regreso por la tarde.
El bamboleo de la nave es suave y el frío matinal en esta mañana de primavera va cediendo ante la fuerza del sol que, mientras más levanta, más calienta.
A las nueve y media de la mañana, después de noventa minutos de reflexiones y asombros ante la capacidad artística de la naturaleza, el capitán decide que ya alcanzamos suficiente altura dentro de la inmensidad oceánica. Coloca los señuelos de madera y, sin detener la marcha de la embarcación, lanza tres líneas al mar y empotra las cañas de pescar en la popa. Y ahí quedan los tres hilos de nylon que al reflejo del sol parecen finas hebras de telaraña, a ratos invisibles, a ratos fulgurantes, en espera de un pez hambriento que, como dirían los clásicos, pique en el anzuelo.
La pesca es un deporte de paciencia, equilibrio y garganta. Después de arrojar al agua los engaños únicamente queda esperar y esperar, acostumbrarse al oscilante movimiento del barco que, al disminuir la velocidad, se vuelve más pendular, y beber una, dos o varias cervezas antes de que estalle el momento estelar de un pez asido a la carnada. Y, en tanto eso sucede, si es que sucede, sólo queda disfrutar del paisaje del mar abierto que a los ojos se extiende inconmensurable y poderoso.
Y así pasa el tiempo, entre pláticas, bocadillos, tragos tempraneros, perseverancia y mar, mucho mar, del cual llegamos a creer que simplemente es una alfombra azul sobre la que nos deslizamos, olvidándonos de su profundidad. Pero la espera se compensa cuando, repentinamente, los filamentos de araña se tensan y las abandonadas cañas inertes cobran vida y se arquean dramáticamente avisando que ya cayó una presa, como si iniciaran por sí mismas la lucha con el animal marino. Todos nos alertamos, nos ponemos de pie, lanzamos el aletargamiento por la borda y el ánimo brota mágicamente en el bote.
Somos como niños mirando cómo nos preparan un helado, somos como adultos a punto de sacarse la lotería.
De inmediato, el capitán desencaja la caña de la popa, palpa en sus manos el tamaño de la presa y pregunta quién quiere afrontar el reto de medirse con el pez. Pido el privilegio y antes de que me dé cuenta ya tengo la caña en las manos; el enemigo que no veo jala con fuerza y, por el vigor que demuestra, lo imagino grande y potente, enorme, dispuesto a luchar durante horas por su vida, presumiendo una energía que lo convierte en un adversario digno de la desmañanada. El capitán da las instrucciones al aprendiz de cazador de monstruos marinos: “Inclina la caña, destensa el hilo y enrolla el carrete”, ordena, fórmula que hay que repetir una y otra vez hasta que la tira de nylon se acorte lo suficiente para ver al trofeo asomar la nariz entre las olas alebrestadas.
Y así lo hago una y otra vez, sentado, bien afianzado en la silla del pescador, tensos los brazos y el estómago, duras las piernas, excitado, sudando adrenalina, emocionado ante la experiencia nueva, nervioso por el temor a perder la presa, miedoso al fracaso, pero viviendo un momento intenso, peleando con el contrincante invisible como si en ello me fuera la vida y no la del pez. Este momento climático nada más dura unos cuantos minutos; afloja, jala y enrolla es la premisa y lo hago casi sin pensar, seducido por la idea de convertirme en un cazador, de ganar en esta confrontación atávica entre hombre y presa, porque, como decía Lombardi: nada se parece a la victoria.
Aflojo, jalo y enrollo hasta que el pez está a la vista, colgando de la punta del hilo. Y no, no es un monstruo marino ni un animal enorme con gran espada en la trompa. Veo apenas un pescado que revolotea en el aire igual a los que descansan muertos con la mirada perdida sobre bloques de hielo en el mercado. Pero la diferencia es que éste es mío, yo lo encontré y lo saqué de su mundo. Para mí es un buen trofeo, aunque apenas pese dos o tres kilos, aunque ni siquiera lo vaya a disfrutar en un plato, porque, a final de cuentas, los ganones serán los miembros de la tripulación que, como todos los días, comerán pescado fresco atrapado por los turistas.
Para no olvidar
- Nuevo Vallarta es la capital de la Riviera Nayarit que cuenta con 160 kilómetros de playa sobre el Pacífico, donde abundan especies como Pez Vela, Marlin Azul y Negro, Atún Aleta Amarilla, Dorado, Wahoo, Pez Gallo, Pargo y Huachinango, entre otras.
- Este destino de Nayarit dispone de una extensa flota de embarcaciones modernas, cómodas y seguras para realizar este deporte.
- Aquí, la temporada de pesca es todo el año, con “picos” en determinados meses, dependiendo de la especie que se busque.
- Si eres propenso a los mareos, es conveniente tomar una pastilla que los evite. Pero hay que ingerirla antes de navegar, porque una vez indispuesto ya no surten efecto. Hay que tomar en cuenta que todas, en diferentes grados, producen sueño.