En la Cámara del virreinato de la Nueva España, había un escribiente, de aquellos que se momifican en su empleo. El sueldo apenas le alcanzaba para vivir en una vecindad, mantener a su esposa y una docena de hijos, extenuados por los ayunos.
Sentado en un banco de tres pies, inclinado sobre la papelera despintada de la oficina, garabateaba pliego tras pliego de minutas, esperando con ansia la hora de salir. No había sorteo de la Lotería en que no jugara, pero la suerte siempre le era esquiva.
Desesperado había escrito pidiendo un ascenso… y nada.
Cierto día que su mujer se disgustó con él, entró en la oficina y gruñó un saludo a sus colegas, se sentó, se reclinó sobre el escritorio con la cabeza entre las manos mirando la techedumbre.
De repente sus ojos brillaron e inspirado tomó la pluma y la deslizó por veinte minutos. Puso rúbrica, echó arenilla, escribió la dirección, y tras dirigir un amabilísimo saludo, risueño se encaminó hacia la sala del secretario de su Excelencia.
¿Qué había escrito al Excelentísimo Virrey de Nueva España?
Una tarde, se encontraba en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros. Se percibía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un ápice del Real Palacio.
Transcurrieron breves instantes. Los guardias anunciaron que el Virrey salía a pasear. El hombre se estremeció. Un sudor frío recorrió su cuerpo. Ya se acercaba el Virrey, montado en magnífico caballo que frenó al llegar a la esquina.
El Virrey, coa amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del bolsillo una rica caja de rapé, de oro, con preciosas incrustaciones y ofreciéndosela, preguntó:- Tirado de la Calle, ¿gusta vuestra señoría?- Gracias, Excelentisimo Señor: que me place – Contestó el interrogado, acercándose hasta el estribo y aceptando con actitud digna, como de quien recibe una distinción que merece. Despidióse el Virrey con gran amabilidad que fue debidamente correspondida y esta misma escena se repitió durante muchas tardes, en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros. La fortuna de nuestro hombre cambió desde entonces.
Por toda la ciudad circuló la voz de que gozaba de gran influencia con el Virrey, y que éste tenía la excepcional diferencia de ofrecerle tarde con tarde un polvo. Muchos acudieron a su casa por recomendaciones, y otros le colmaron de obsequios.
La fama llegó a oídos del Virrey, quien llamó al hombre y le dijo:
- He comprendido todo. Merece vuestra merced un premio por su ingenio. –
Inútil parece reproducir el contenido de la carta enviada al virrey, sólo añadiremos que este afirmaba que hubiera sido mezquino no acceder a tal solicitud: detenerse en la esquina, ofrecerle un polvo y marcharse.
El hombre aseguró el porvenir de su familia pues agregan las crónicas que labró una fortuna con los polvos del Virrey.