Puerto Escondido es un lugar para surfistas y la filosofía de ese deporte ha moldeado la personalidad de este destino del estado de Oaxaca: relajado, libre, divertido, natural, despojado de poses y pretensiones de sofisticación.
Forjado como destino turístico en la década de los 60 y 70 del siglo pasado por hippies que gustaban de cabalgar en las fuertes olas que se crean y recrean constantemente, ese movimiento inspirado en ideas existencialistas, pacifistas y liberadoras, dejó su sello en la brisa de esta localidad y en el aire que se respira.
Para comprender el ambiente de Puerto Escondido hay que entender la revuelta estudiantil del Mayo Francés de 1968, que en México tendría su réplica poco después con las protestas juveniles que desembocaron en la represión del 2 de Octubre en Tlatelolco; recordar las protestas en Estados Unidos por la guerra de Vietnam; mirar atrás y volver a hacer la “V” que se forma con los dedos índice y medio; sumergirse en aquellos tiempos de “Amor y Paz”, rememorar a Lennon con su Imagina y aquel Let it be.
El hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del existencialismo, escribió Jean-Paul Sartre y en Puerto Escondido hay mucho de eso. Es un destino retro que está de moda.
Los días de pescado y cerveza
Hace 22 años conocí Puerto Escondido junto con un par de amigos y nunca regresé, hasta ahora. En aquella ocasión en la ciudad de Oaxaca tomamos un viejo bimotor que escupía lumbre por las alas y en el que las maletas viajaban dentro de la cabina, amontonadas y aseguradas con una red.
Huatulco estaba en construcción y no se sabía nada de él. Entonces el circuito ideal en un viaje a Oaxaca era pasar unos días en su capital bebiendo mezcal y buscando las rojas sandías de Tamayo, para luego volar a ese santuario de libertad, la antítesis de Acapulco y de Cancún que ya empezaba a sonar fuerte.
No había mucho qué ver, pero bastaba su encanto de pueblo de pescadores y la imponente postal de sus riscos frente a mar abierto, sus anchísimas e interminables playas vírgenes, el estruendo de sus olas y sus incendiarios atardeceres que devoraban con coloradas mordidas el azul del cielo. No obstante, todo esto arropaba lo mejor: su gente, los locales y los que venían de fuera, que interactuaban en una convivencia plena de sencillez. Eran días de traje de baño perpetuo, pescados asados y cerveza fría en fondas y enramadas, con los pies enterrados en la arena mirando el bravo mar. ¿Para qué más?
El de entonces es el mismo
Hoy, Puerto Escondido ha cambiado, pero sigue siendo el mismo. Ha cambiado porque ha crecido, pero su esencia permanece intocada. Ya no es aquel pueblito de pescadores, pero se mantiene como una localidad pequeña.
El día puede comenzar desayunando en el tradicional El Cafecito, frente a la playa, sobre la calle de El Morro, la columna vertebral de la diversión nocturna de este lugar. Después, las mañanas son de sol y arena, y de montar las olas si lo que te trajo hasta aquí fue el surf.
El Morro es una larga avenida paralela al mar de la playa Zicatela, con hotelitos, tiendas, bares, restaurantes y establecimientos donde rentan tablas para surfear. La imagen común es ver jóvenes caminando en la acera o la playa con su tabla bajo el brazo, mismos que minutos después podrás observar meterse al océano para regresar parados en las crestas de las olas. Este espectáculo, que se puede prolongar durante horas, se disfruta más con una cerveza bajo uno de los muchos locales que se suceden a lo largo de la arena.
El otro centro de reunión de Puerto Escondido es la avenida Pérez Gazga, de la cual nadie sabe su nombre porque todo el mundo la conoce como El Adoquinado, precisamente porque en lugar de asfalto tiene adoquines.
Es otra calle de comercios, tiendas de recuerdos, mezcal, ropa, antros, hoteles y restaurantes, con ventanas que descubren el mar y escaleras que llevan a la playa. A las seis de la tarde, cuando el sol baja y el fresco llega, se convierte en peatonal y entonces fuereños y locales se lanzan a ella atestándola para recorrerla con parsimonia, sin exponerse a sufrir las inclemencias del sol que ahí cae a plomo.
Después de caminarla, la opción es bajar a la playa para cenar en algún lugar con mesas en la arena, o tomar un taxi que en cinco minutos te dejará en Zicatela, en la famosa calle de El Morro.
Las noches en El Morro
El Morro hay que recorrerlo también con mucha calma, disfrutando su ambiente del ir y venir de parejas o grupos de amigos que se alistan ya para comenzar una larga noche. Puedes hacer un alto en Casa Babylon, una vieja casona con una sala y libreros llenos para que elijas algo qué leer -lo cual es más usual por la mañana, cuando todo está tranquilo-, decorada con máscaras y motivos asiáticos. La especialidad de la casa son los mojitos y una buena conversación con tus acompañantes.
Pero no debes instalarte aquí, ya podrás regresar más tarde cuando el sitio bulle de gente. Es mejor seguir el recorrido para cenar pizza, pasta, ensalada y vino tinto en El Jardín de las Delicias, donde Francisco, el dueño, un italiano que lleva 26 años viviendo aquí, te atiende personalmente con mucho esmero, mientras te cuenta historias de piratas, tesoros escondidos y curanderos. Es el alma del lugar, del cual te irás con ganas de volver.
Al terminar la cena la noche comienza. Luego de una buena mesa y un buen rato con la compañía de Francisco, una opción es el bar Fly, en la terraza abierta de otra casona, con música electrónica, donde lo mismo ves caricaturas y películas de surfistas proyectadas en una pared, que el reventar de las olas al otro lado de la calle. Desde esa terraza, a esas horas en que no hay horizonte porque cielo y mar son la misma oscuridad en la que brilla la blanca espuma de las crestas despedazadas, de las altas olas que estallan a diferentes alturas dibujando efímeras líneas blancas que se desvanecen tan rápido como aparecen, es posible escuchar su rumor que a veces logra traspasar la música del Fly para llegar a tus oídos. Si las miras y te concentras, el estruendo se escucha claramente.
Avanzada la noche cruzas la calle y sobre la arena se encuentra La Choza del Viernes, un bar con camas en la playa y música en vivo con su propio halo de diversión.
A la noche siguiente, podrás cenar en Guadua, en Punta Zicatela, un confortable restaurante en la playa sobre un entarimado sin paredes, en donde hay la oportunidad de acudir luciendo mejores ropas, no formales, pero digamos que de elegancia relajada.
Cuando termines tu cena, solicitas que te pidan un taxi y ya de nuevo en El Morro, vuelves a comenzar el periplo de antros.
Cuando la noche comience a morir y todavía te queden arrestos para la diversión, si le buscas un poco seguramente te toparás con algún pequeño bar en la playa, que se reduce a una barra circular bajo un techo de palma, donde aún habrá una cerveza, una copa de mezcal y un cantinero dispuesto a conversar, mientras casi llega la mañana.
Sí, como diría Sartre del hombre, Puerto Escondido es un destino condenado a ser libre.
Más información: Lo que necesitas para tu viaje a Puerto Escondido