Al caminar por las calles de Rumania descubrimos que este país y sus inigualables atractivos van más allá del morbo que despierta la leyenda del Conde Drácula.
En el extremo oriental de Europa, entre el mar negro en los Cárpatos se esconde el último tesoro de Europa. Un país bastante virgen al turismo, donde todo permanece en estado puro y donde los precios parecen sacados del túnel del tiempo. Rumania tiene ciudades medievales ancladas en el pasado, monasterios ortodoxos plagados de arte, paisajes deslumbrantes y unas gentes sencillas y acogedoras que reciben al viajero con los brazos abiertos. Hay que darse prisa por conocer Rumania, antes de que las cosas cambien.
El marketing turístico, las promociones comerciales, la necesidad de títulos brillantes han hecho casi imprescindible encontrar una justificación para emprender un viaje. Se buscan rutas insólitas, nombres rimbombantes, aniversarios o citas históricas para explicar que hay que ir a un determinado lugar. Así han nacido muchas referencias no siempre reales que, sin embargo, suelen tener éxito. Rumania no podía ser una excepción y así ha ido creciendo una vez más el mito de Drácula y las rutas que pretenden seguir sus huellas.
Curiosamente, un personaje inexistente causa morbo en los visitantes que quieren encontrar a la fuerza su rastro. Pero la tarea es complicada. El conde Drácula, protagonista de la novela de Bram Stocker, es un personaje ficticio creado por un escritor que jamás pisó tierras rumanas y, aunque se documentó bien sobre Transilvania en la Biblioteca Británica, la mayoría de los lugares que menciona no existen, o no como él los describe. El otro Drácula, el príncipe Vlad Tepes, al que se le conocía como Vlad Draculea hijo de Dracul, (el apodo de su padre en la orden del dragón) sí es real y habitó estas tierras, pero la mayoría de los lugares relacionados con su vida son supuestos: donde nació, los castillos que habitó, su tumba…
A pesar del ”tirón” turístico que la figura de Drácula puede ofrecer a ciertos turistas, los rumanos apenas lo han explotado, en parte porque sus esquemas turísticos son bastante rudimentarios. A muchos de ellos incluso les ofende un poco esa popularidad. El Drácula literario y cinéfilo es casi ignorado, porque Ceaucescu prohibió la traducción al rumano de la novela y la proyección de sus películas (más de 200) y sólo después de 1990 empezó a ser conocido, pero todavía no ha despertado un gran interés; y el Drácula real, al que se llamaba por el apelativo de “el Empalador” por el método que solía emplear para torturar y matar a sus muchos enemigos y buena parte de sus amigos, fue un personaje muy controvertido, entre héroe nacional y sanguinario sátrapa, cuya vida está envuelta en el misterio.
La mayoría de la gente conoce más o menos al príncipe Drácula cruel, vengativo, sádico, que disfrutaba paseando o incluso cenando rodeado de un bosque de empalados. Los rumanos conocen al Tepes, que acabó con la delincuencia, protegido del Papa, defensor de sus tierras, sanguinario sí, como muchos reyes y mandatarios de la época, que utilizaba el terror para disuadir a sus enemigos y, en el fondo, evitar nuevas muertes.
Una excusa para conocer el país
Pero tratar de seguir las huellas al personaje real o al literario es una excelente excusa para conocer Rumania, un país fascinante, uno de los últimos tesoros por descubrir en la trillada Europa.
Intentar perseguir a Drácula nos llevará a ciudades medievales en las que el tiempo se paró hace 600 años, a monasterios ortodoxos convertidos en auténticas galerías de arte mural, a castillos de estilizadas formas, a Iglesias amuralladas… y todo ello recorriendo paisajes de insólita belleza, valles profundos, bosques impenetrables, pueblo de madera que parecen extraídos de un museo.
Sin grandes autocares llenos de japoneses, sin tiendas y puestos de souvenirs artificiales, sin precios abusivos, Rumania es un país íntegro, que trata de engancharse al tren de la modernidad, pero sin prisa, y sin perder su esencia.
Atravesar Rumania contemplando sus ciudades y pueblos es hacer un viaje a la Edad Media; viajar por Rumania mirando a sus gentes y a su vida, es remontarse a la España, o la Italia, o la Francia de los años 60. Con todo lo bueno y lo malo que ello supone. Por eso, una de las primeras medidas al iniciar el recorrido es tomarlo con calma. Los rumanos son latinos no sólo en el idioma, también en la forma de enfocar la vida y las prisas no van con ellos.
Las carreteras son estrechas, mál señalizadas y con pasos a nivel de tren, con frecuencia cerrados. Además, aunque no hay mucha circulación, puede coincidir en el camino con camiones, tartanas de zíngaros (se calcula que hay más de 2 millones en el país) y carros tirados por caballos lentamente. Una buena solución es concentrarse en el paisaje, que es precioso.
Casi todos los recorridos por Rumania parten de Bucarest, ya que lo lógico es llegar hasta la capital en avión y luego seguir por carretera. Pero no hay que dedicarle mucho tiempo porque hay mucho más que ver. La esencia de Rumania se descubre en Transilvania, un nombre evocador y un verdadero caleidoscopio de razas y pueblos, tal vez el último de la Europa del Este. Aquí viven los rumanos que presumen de su ascendencia dacia y latina, los húngaros que se sentaron en el siglo IX cuando era tierra de nadie, los alemanes que permanecieron hasta la caída de Ceaucescu gracias a un canon que su gobierno pagaba el dictador, los gitanos, algunos ocupando casas abandonadas por los germanos, pero la mayoría fiel a sus viejos carromatos.
Sibiu, la ciudad con ojos
Penetrar en Sibiu, puerta de entrada a Transilvania y Capital Europea de la Cultura en 2007, es meterse de lleno en la Edad Media, con sus casas de fachadas en colores pastel, las banderolas de hierro que anuncian comercios y artesanos, las escaleras que comunican la parte alta y la baja, las pequeñas placitas, los patios interiores… y los tejados que te miran. Sí: te miran.
Las buhardillas de los enormes tejados tienen unas extrañas ventanas con forma de ojo humano y su mirada que sigue a todas partes. La “observación” es especialmente agobiante en la Plaza Mayor donde abundan estos tejados, el lugar obligado de reunión de la gente joven de Sibiu. A partir de ella, se puede seguir una ruta alrededor de la plaza, siguiendo el antiguo trazado de la muralla, parte de la cual todavía se conserva.
También abundan las iglesias -evangélicas, católicas, ortodoxas-, que alzan sus torres sobre los tejados. En la catedral ortodoxa está enterrado el hijo de Vlad Tepes, llamado el Malo.
En busca de Drácula
Tras abandonar Sibiu y de camino hacia la etapa reina del recorrido se pasa por Biertan, donde se alza una más de las numerosas iglesias fortificadas esparcidas por Transilvania y Moldavia. Y por fin aparece Sighisoara, una deliciosa ciudad medieval, burgo sajón, Patrimonio de la Humanidad, antigua parada obligada del Orient Express y con la única ciudadela intacta que sigue estando habitada.
Pero todos sus méritos palidecen ante su otro título: ciudad natal de Drácula el Empalador. En efecto, a pocos metros de su principal monumento, la Torre del Reloj, está una humilde casa, hoy convertida en restaurante, en la que vivió el padre de Vlad y en la que, supuestamente, éste nació en 1431. Una placa en la puerta simplemente reconoce que allí vivió su familia entre 1431 y 1435. La certeza de su lugar de nacimiento, o de su muerte, o de los muchos castillos en que vivió y las iglesias que protegió, son una incógnita.
Pero no importa. Sighisoara, con Drácula o sin él, es una de las visitas imprescindibles en Rumania. Sus calles escalonadas, sus arcos, sus torres de defensa que evocan los antiguos gremios, sus pasadizos y callejones nos transportan a una ciudadela medieval. Sus artesanos, sus anticuarios, sus artistas callejeros, parecen sacados de lejanos tiempos y siguen ahí, en las empedradas calles realizando su trabajo.
La Capilla Sixtina de Oriente
Quien quiera seguir las huellas de Drácula debe iniciar el regreso hacia el sur. Hacia el castillo de Bran, el más draculiano de todos, con empinadas torres góticas, retorcidas escaleras, siniestros patios y fosos. Pero sería una pena. Porque aunque nada tengan que ver con el Empalador ni con el vampiro, en el norte del país se encuentra la región de Bucovina, donde se agolpan más de una veintena de pequeños monasterios deliciosamente decorados y pintados por artistas anónimos que trataban de transmitir la historia de la religión y sus creencias a los fieles analfabetos.
No hay resquicio sin pintar por el que pueda penetrar el Maligno. Las pinturas del exterior cuentan, como en los tebeos, historias reales y mágicas, las del interior, vidas de santos y sus retratos. Las de fuera llevan 400 años soportando la lluvia, la humedad, el frío o el sol. Las de dentro, el humo de miles de velas que transportan los méritos de los penitentes. Sorprendentemente, ambas se mantienen en buen estado.
Todo el conjunto de monasterios está reconocido como Patrimonio de la Humanidad y sin duda es una de las joyas culturales y artísticas de Europa. Alguien definió una sola de sus pinturas -la que representa el Juicio Final en el monasterio de Voronet-, como la “Capilla Sixtina de Oriente”. No exageró porque la delicadeza de sus cientos de figuras, la expresividad de sus rostros, la transparencia de sus ropajes y su profundidad pueden competir con la obra cumbre de Miguel Ángel. Es imprescindible visitar, además, los monasterios de Sucevita, Moldovita y Voronet, pero hay muchos más: Putná, Arbore, Humor, Slatina, Rasca, Probota, Dragomirna, Baia… un recorrido por el espíritu humano con un misterioso atractivo.
Más información: Guía de Turismo de Rumania